El resultado en todos los planos, desde la economía, pasando por el manejo del orden, hasta en la cultura, el poder legal hace cada vez mayores concesiones al poder informal.
La confusión emerge con la muerte de las jerarquías. Uno de los mayores adelantos de las ciencias se dio en el siglo XIX, cuando alguien entendió y formalizó que el valor de las cosas es función de la subjetividad y no de una magnitud objetiva. Sí, una moneda o una casa son materialización del trabajo humano, pero sin nadie que les adjudique a tales objetos una utilidad son materia estéril. Pero no es solo que asignemos un valor subjetivo a las cosas, también ordenamos los grados de utilidad, y para ello empleamos un criterio cardinal y jerárquico. Este es un esbozo mínimo y más bien apresurado del marginalismo.
La tesis marginalista no es privativa del análisis económico. No entienden nuestros dilentantes articulistas que, en su centro, se trata de una noción metafísica. El ordenamiento es una forma que el ser humano tiene de hacer frente esas dos brumas insoportables: el caos y la confusión. Queremos que, en medio de este conjunto de arbitrariedades y procesos aleatorios, exista algo parecido a la armonía y al sentido.
El libertario vulgar aborrece las jerarquías porque odia más al Estado de lo que dice amar la libertad. Deconfiar del gobierno es entendible cuando uno asimila toda filosofía individualista. La libertad es una cosa negativa. No se nos otorga, sino que nos viene por naturaleza. Y si es así, entonces tampoco puede la autoridad arrebatarnos lo que es característico de nuestra condición humana. Al mismo tiempo, es una insensatez, un error del pensamiento histórico, no ver que en la evolución del orden espontáneo emergen siempre las jerarquías. Así es en las familias, en las empresas y hasta en el dinero: quizá no haya un valor objetivo, pero no nos extraña que el oro sea percibido como de mejor calidad que un billete o un pagaré que promete pagar billetes.
El poder y la sociedad son simbiontes. Es hasta ridículo tener que insistir en verdades autoevidentes. La pregunta del liberalismo clásico ha sido siempre la misma: cómo hacemos para que este poder no rebase al individuo. La respuesta fundamental es, de hecho, sencilla: primero hay que definirlo y demarcarlo con precisión. Identificar al Leviatán es fácil, pero cuando las líneas del poder se borran afloran la confusión, el caos y el sinsentido. De Jouvenel vio al viejo Minotauro (que primero fue tribal, luego monárquico y luego parlamentario) renacer en forma de una democracia maleable y amorfa, pero no alcanzó a ver su forma final. Curtis Yarvin completa el lineaje cuando, en su más que notable comentario Cómo Richard Dawkins fue expuesto, nos revela que el universalismo es el Minotauro actual.
¿No es el Ejecutivo el rostro del Poder? Quizá lo sea desde una perspectiva legal, pero no formal. ¿No da de qué pensar el hecho de que muchos ejecutivos, a lo largo del mundo, se plieguen sin reparos a las narrativas progresistas que articulan otros agentes? ¿No debería generarnos suspicacia que el imperio importe sus traumas y sus modas y que las hordas de la periferia recojan el mismo discurso y lo repliquen? En tiempos de pensamiento transnacional, la autocracia es la mayor de las rarezas. Y por eso figuras más o menos independientes, no del todo alineadas, resultan insoportables para el mainstream: véase los casos del húngaro Viktor Orbán, Trump o hasta el mismo Bernie Sanders en el Partido Demócrata. En definitiva, los autócratas demarcan la línea del poder y articulan un discurso propio, mientras que los presidentes de las democracias occidentales y occidentalizadas se mueven entre fronteras brumosas al tiempo que tararean una cantaleta común.
Son éstos uno de los tiempos más confusos que ha padecido la humanidad. Precisamente porque no se sabe quién manda. ¿Es el presidente, son los parlamentos, los partidos, los organismos internacionales, las corporaciones transnacionales, los reptiles? Sin caer en conspiraciones, solo podemos decir que quien diseña el discurso detenta el poder. Animo a los detectives a que vayan directo a la fuente de ruido. Un buen lugar para empezar son las universidades, públicas y privadas. Ahí, en los campus más variopintos, uno podrá asistir a un espectáculo maravilloso, surreal: la confluencia perfecta de modos de pensar. Así como un día todos fuimos keynesianos (Friedman dixit), hoy todos somos progresistas.
Yarvin llamó al nuevo Poder «La Catedral». No es un instituto, ni una familia de banqueros, tampoco un club secreto o una camarilla de medios de comunicación, sino una red abstracta que atrae a quienes buscan estatus social y que vomita hacia el mundo torrentes de intelectuales, comunicadores, políticos, escribidores y, en general, especialistas unimodales del pensamiento. Seamos cínicos por el momento, sabemos desde tiempos inmemoriales que pensar y comportarse de cierta forma confiere mayores probabilidades de éxito social. Marginalismo puro: quien no busca maximizar su beneficio y bienestar no es un humano. De ahí que el Poder, como sea que se presente, sea hipnótico.
El inconveniente del poder abstracto yace en que deja a todo mundo en la más pura incertidumbre, incluso a los presidentes. Muchas veces los burócratas de este poder ni siquiera saben que lo son. El rasgo más perverso del poder informal es su horizontalidad. Mientras tanto, la sociedad intuye que hay una confluencia de formas de pensar que antes resultaban inimaginables. Lo percibe, pero no saben hacia dónde dirigirse, a quién atacar. Y lo que es más curioso: el Poder legal tiene miedo de arremeter contra el Poder informal. En un artículo anterior llamaba la atención sobre ese miedo patológico de los gobiernos a actuar con firmeza, no porque entiendan de liberalismo y duden de la coerción, sino porque ellos tampoco quieren caer en el desprestigio y ser llamados autoritaros o fascistas. El resultado en todos los planos, desde la economía, pasando por el manejo del orden, hasta en la cultura, el poder legal hace cada vez mayores concesiones al poder informal.
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