“Dividamos las posesiones de un modo igualitario, y veremos inmediatamente cómo los distintos grados de arte, esmero y aplicación de dada persona rompen la igualdad. Y si se pone coto a esas virtudes, reduciremos la sociedad a la más extrema indigencia.”
David Hume
La frase de Hume apunta a un hecho innegable: la desigualdad entre personas es natural, y eso, entre otras cosas, las hace valiosas: cada persona es única e irrepetible, capaz de aportar algo original y excepcional, que enriquece a los demás. Si naturalmente fuéramos iguales, si la humanidad no fuera más que una multiplicación de seres total, absoluta y definitivamente iguales, si fuéramos concebidos y paridos en serie, ese enriquecimiento sería limitado.
Esta desigualdad natural, que incluye conocimientos, habilidades y actitudes, da como resultado la desigualdad de resultados, comenzando por la desigualdad de ingresos y, por lo tanto, de posesiones, que es la desigualdad que más preocupa, sobre todo a los socialistas quienes, siendo una tribu plural, comparten un común denominador: están a favor de la redistribución del ingreso, no para conseguir la igualdad, pero sí para lograr que los pobres satisfagan sus necesidades, por lo menos las básicas, que son aquellas que, de quedar insatisfechas, atentan contra la salud y la vida.
Si el objetivo de los socialistas es lograr lo segundo (que los pobres satisfagan correctamente sus necesidades básicas), y no lo primero (que todo mundo disponga de los mismo), se evita lo que Hume apuntó, ya que el resultado no sería la igualdad de todas las posesiones, sino la igualdad de la satisfacción de las necesidades básicas, que no supone la igualdad de todas las posesiones. Lo segundo supone quitarle todo a todos para redistribuirlo igualitariamente, lo cual no hay que confundir, ni con equitativamente, ni con justamente. Lo primero supone quitarle a los “ricos” lo que les sobra para darle a los “pobres” lo que les falta, lo cual no hay que identificar, ni con lo justo, ni con lo equitativo, ni mucho menos con la solución al problema de la pobreza, que consiste, no en la escasez de satisfactores, sino en la incapacidad para, por medio del trabajo, generar un ingreso suficiente que permita acceder, en la cantidad, calidad y variedad adecuadas, a los bienes y servicios indispensables para, por lo menos, satisfacer las necesidades básicas (entre las cuales hay que contar al ahorro).
Por medio de la redistribución del ingreso se alivia el efecto de la pobreza: la carencia, en cantidad, calidad y variedad, de bienes y servicios indispensables, pero no se elimina su causa: la incapacidad del pobre para, por medio de su trabajo, generar ingreso suficiente que le permita acceder, en la cantidad, calidad y variedad adecuadas, a los satisfactores indispensables. Es más, ¿hasta qué punto el aliviar, por medio de la redistribución habitual del ingreso, los efectos de la pobreza no inhibe en los pobres el esfuerzo por eliminar su causa? ¿Qué tipo de incentivos genera, entre los pobres, ¡y entre los políticos que lo redistribuyen!, la redistribución del ingreso? ¿Y riesgos morales?
Lo que se acepta cada vez más, inclusive entre liberales, es la igualdad, no de ingresos, sino de oportunidades, algo cuestionable. Si A tiene la posibilidad, conseguida lícitamente, por medio de un trabajo honesto, de darle a sus hijos mejores oportunidades que B, ¿tiene el derecho a dárselas? Si la tiene, ¿resulta justo impedírselo en aras de la igualdad de oportunidades? Imponer la igualdad de oportunidades, ¿no tendría el efecto que señala Hume: reducir a la sociedad a las más extrema indigencia o, menos drástico, impedir el mayor progreso económico posible?
Si de usted dependiera, ¿impondría la igualdad de oportunidades? Esa igualdad, ¿es deseable? ¿Justa? ¿Eficaz?
Por ello, pongamos el punto sobre la i.
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