Lauren Etter, Bloomberg News, Fotografías: Matthew Defeo
Este perfil, además de ser la portada de la próxima edición de la revista para Bloomberg Businessweek México, también fue la portada de la edición estadounidense que tiene una distribución promedio de 600,000 copias por edición.
En Ciudad Juárez, junto a la frontera con Estados Unidos y al pie de la Sierra Madre, una Range Rover azul serpentea por el imperio construido por Jaime Bermúdez Cuarón.
En el vehículo van dos hijos y dos nietos del magnate de 94 años; los guardaespaldas los siguen en dos coches. Juárez no está sitiada por la violencia de los cárteles de la droga como hace una década, pero la élite sigue siendo un blanco de la delincuencia. Y los Bermúdez, que han acumulado una fortuna en el auge de la globalización, son definitivamente élite.
La caravana pasa frente a gigantescas fábricas, una tras otra, sobre calles bordeadas por cactus. Cada una tiene su propia tapia de cemento o hierro y lleva un nombre corporativo: Eagle Ottawa, Capcom, Copper Dots, Microcast, Filtertek, como feudos individuales enarbolando sus escudos de armas. Son las marcas detrás de las marcas que impulsan la economía global. Estas fábricas producen asientos de cuero, diodos emisores de luz, cubiteras de plástico, pantallas de smartphones, ejes de dirección para vehículos. La mayoría de las piezas serán exportadas, a veces cruzando varias fronteras y fábricas, antes de convertirse en parte de un producto terminado.
Es por eso que estas plantas son conocidas como maquiladoras. Las empresas multinacionales traen sus materias primas a la maquila, como un granjero lleva su grano al molino, y ésta lo devuelve procesado y listo para la siguiente etapa de producción.
Hoy, la familia Bermúdez posee un colosal imperio en Desarrollos Inmobiliarios Bermúdez S.A. de C.V., cuyos activos incluyen parques industriales, oficinas, cementeras y centros comerciales. La compañía también está en medio de una tormenta sobre el comercio global. El presidente Donald Trump ha calificado el Tratado de Libre Comercio de América del Norte como el “peor acuerdo comercial jamás pactado” y prometió renegociar sus términos. Bermúdez está tranquilo, si no es que confiado, sobre todo ese asunto. Si pierde el favor de los estadounidenses, los chinos son socios dispuestos, al igual que los alemanes, los holandeses, los japoneses. “Hemos firmado un contrato ayer por siete años”, dice, sentado en un sillón de cuero en una salita revestida en madera, las arrugas profundas en su rostro enmarcan sus penetrantes ojos azules. “Somos muy optimistas. Estamos haciendo dinero para todos. Un muro no va a detener eso”.
Juárez, una ciudad de un millón 300 mil habitantes, siempre ha estado vinculada a El Paso, al otro lado del río Bravo. Las rutas comerciales que hoy circulan trenes y semirremolques, atravesando ambas ciudades, fueron transitadas por indígenas precolombinos que transportaban turquesa y plata hasta Nuevo México. Cuando los españoles llegaron en el siglo XVI, también recorrieron ese camino al norte. Más tarde llegaron los ferrocarriles, las corporaciones, los contrabandistas y los migrantes. “Es la ruta comercial terrestre más eficiente que existió entonces y todavía hoy”, dice Patrick Schaefer, director ejecutivo del Instituto Hunt para la Competitividad Global de la Universidad de Texas en El Paso.
Durante mucho tiempo Juárez fue el hijo desairado de México, con un territorio accidentado, como la Siberia de Rusia o la Alaska de Estados Unidos. Mientras El Paso se industrializó a principios del siglo XX, Juárez siguió anclado en su simple economía de algodón y cobre. Eso no cambió hasta la Prohibición en la década de 1920, cuando la ciudad se convirtió repentinamente en un destino popular entre los soldados de Fort Bliss en El Paso, y para cualquiera que quisiera venir y beber legalmente. Juárez se transformó en una especie de Las Vegas en pequeñito, con todo lo que eso conlleva.
Juárez, sin infraestructura ni empleos, se estancó paulatinamente. Mientras los juarenses cruzaban la frontera para comprar los bienes y servicios de la vida moderna, los estadounidenses cruzaban al lado mexicano para hacer cosas que no podían o no debían hacer en casa.
La ciudad no tiene una zona dedicada a la manufactura. Toda es como una fábrica, por sus calles circulan camiones destinados a la frontera estadounidense o hacia ramales ferroviarios que conectan con puertos marítimos. Las aceras están llenas de letreros que anuncian vacantes.
Una carretera que comienza y termina en la frontera de Estados Unidos y México circunda la ciudad. Al sur se extienden extensos campos de algodón y desierto y, al oeste, las estribaciones de la Sierra Madre. A un costado de una de esas montañas, enormes letras blancas rezan “La Biblia es La Verdad. Léela”.
Los puestos que venden símbolos del México tradicional (sombreros, hamacas y cerámicas) conviven junto a otros de la globalización: Starbucks, McDonald’s, Holiday Inn. Los consultorios dentales que ofrecen endodoncias y carillas asequibles a una clientela mayoritariamente estadounidense han proliferado. Camionetas con policías patrullan regularmente las calles. Los cárteles de la droga están de nuevo en guerra.
La expansión de la industria maquiladora transformó a Juárez en una de las ciudades de más rápido crecimiento en el mundo. La presión del desarrollo industrial tiene el efecto continuo de empujar a los juarenses a las afueras de la ciudad, a los cerros, donde se instalan en colonias necesitadas y peligrosas. Allí se les unen los migrantes, muchos de ellos mujeres, que llegan a Juárez desde el interior del país para trabajar en las maquilas. Cientos de estas mujeres han sido víctimas de horribles asesinatos; las calles de Juárez están salpicadas de cruces rosas colocadas en su memoria.
Las maquiladoras no han sido un tema directo de las recientes negociaciones del TLCAN, pero la industria está en la mira de la administración Trump, cuya delegación comercial sostiene que los bajos salarios y las precarias condiciones laborales de México crean una competencia desleal para los negocios estadounidenses.
Incluso el más leve ajuste al alza en los salarios de las maquiladoras o un cambio en las leyes laborales podría amenazar las ventajas de la industria. Pero Juárez tiene fortalezas que no tenía hace pocos años. Las compañías en todo el mundo siempre están en busca de costos de producción más bajos y ahora es más barato contratar a un trabajador en México que en China. En 2000, los trabajadores chinos ganaban la mitad de lo que percibían los trabajadores mexicanos, ajustado a la productividad. Para 2014, los costos laborales ajustados de México eran 9 por ciento más bajos que los de China, según un análisis de Boston Consulting Group.
Durante décadas casi todas las maquiladoras en Juárez eran propiedad de una empresa estadounidense. Hoy la cifra es 63 por ciento. Las empresas japonesas poseen 8 por ciento, las alemanas 7 por ciento. Otros propietarios son de China, Francia, Corea del Sur, Malasia, Suecia y Taiwán, afirma María Teresa Delgado, presidenta de Index Juárez, asociación que representa a la industria maquiladora. “La experiencia Trump realmente nos abrió los ojos”, dice. “Al principio estábamos muy nerviosos porque pensábamos que el mundo se acabaría. Pero todo lado negativo tiene su contraparte positiva y eso es lo que descubrimos… Somos más globales que hace unos años”.
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La edición mexicana se puede encontrar en versión física y digital.
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