Jesús Galindo y Miguel A. Cervantes
Si no se hubieran privatizado las paraestatales, los años 1990s hubieran continuado con graves desequilibrios macroeconómicos y México no habría podido levantarse.
Fue hasta 2018 en que una mañana en México una familia sale a pasear y con sorpresa, en la avenida, se encuentra con una estación de gasolina que no es el verde de Pemex, sino una de diferente combinación de colores brillantes y allí decide cargar el combustible para probar lo nuevo.
El mantra de la izquierda mexicana es que Salinas fue parte de las reformas “neoliberales”. La crítica hacia el otrora presidente de México no fue por la estela de negocios que hacía su hermano al amparo del poder de las influencias, el hermano incómodo no tiene mucha relevancia para la izquierda.
Lo que no se le puede perdonar a Salinas, es que haya reducido el papel del Estado como rector de la economía debido a las privatizaciones. Durante el sexenio de Salinas se liberó del control del Estado a una gran cantidad de empresas paraestatales como Alpura, Dina, Fertimex, Telmex y otras más que desmantelaron el pulpo burocrático del gobierno. Los efectos de la privatización de Dina se sintieron inmediatamente, de repente las clases populares que viajaban en los autobuses Omnibus y Chihuahuenses se subieron a los nuevos camiones Dina, con más comodidad y hasta cine, aquello dejó asomar una modernización del transporte foráneo.
Durante el gobierno de Salinas se privatizaron los bancos que habían sido nacionalizados durante la administración de López Portillo, apenas un sexenio antes del ex presidente como secretario de Programación y Presupuesto en el sexenio de otro presidente, Miguel de la Madrid Hurtado. Sin duda que Salinas llegó a la presidencia con la necesidad de hacer cambios dado las graves presiones macroeconómicas. Petróleos Mexicanos, el aclamado edificio de la soberanía mexicana no pasó a la cuenta de las privatizaciones.
Fue “normal” que estas empresas en manos del Estado mexicano se reportaran con números rojos y las pérdidas las absorbía el gobierno con cargo al pueblo. Todo esto, aunado a la bomba de tiempo que dejó López Portillo con alto nivel de endeudamiento, derivó en presiones inflacionarias y devaluación posterior al gobierno de Salinas, detonadas en aquella crisis por el conocido “error” de diciembre del 94 en el sexenio de Ernesto Zedillo sin reservas internacionales. Los 80´s se conocen como la “década pérdida” debido a la inflación elevada y bajo crecimiento de la economía, causando más deterioro en la calidad de vida y reducción en los salarios reales.
Las empresas paraestatales desplazaban la inversión privada, trabajaban bajo prácticas monopólicas destructivas y anacrónicas que las hacían improductivas, por eso operaban con pérdidas. Cuando hay un exceso de empresas paraestatales, las decisiones de los individuos son determinadas por el sistema político, no por agentes económicos. Viendo ese panorama, las privatizaciones fueron necesarias para aliviar las cargas financieras del Estado haciéndose de ingresos por la venta de activos, de lo contrario la inflación galopante hubiera continuado.
Privatizar empresas públicas no es nada del otro mundo, ha sido un proceso paulatino en diferentes economías, en los países desarrollados, por ejemplo, las empresas estatales juegan un rol muy limitado con la finalidad de complementar nichos no alcanzados. En EEUU, Canadá, Australia, y los países europeos no hay empresas paraestatales de petróleo, y es así para evitar prácticas monopólicas que dañan a los consumidores.
Un pasivo adicional pero no menor, fueron los sindicatos fuertes que controlaban las contrataciones perjudicando a trabajadores que no estaban bien conectados con influencias, pero más grave fue la afectación a la operación y la productividad de las empresas con excesiva fuerza pagada, no necesariamente laboral. Los líderes sindicales de las empresas paraestatales, no se dedicaron a la defensa de los derechos, sino a la presión con huelgas para conquistar más beneficios económicos, descansos, antigüedades, menos rol y más descanso. No se trata de explotar y someter a la clase obrera, sino solamente de establecer equilibrios y condiciones de productividad y derechos.
Las privatizaciones de Salinas, aunque moderadas y lejos de los esquemas de Estonia o Lituania, fueron un paso en la buena dirección, pero se quedaron cortas sin alcanzar un neoliberalismo a ultranza. Ni PEMEX ni la CFE, como joyas de la soberanía del sistema mexicano, se han privatizado hasta la fecha ni hay expectativas de cambiarlas de administración.
Telmex se privatizó en una sola compañía y no por eso dejó de ser monopolio, allí un defecto de la firma Salinista, cuando en realidad se debió haber separado la telefónica local y la de larga distancia. Además, no se abrió a la competencia extranjera inmediatamente, sino en forma gradual para dar tiempo de adaptación a la inversión nacional. Finalmente, cuando se abrió a la competencia, que entraron AT&T y MCI había el límite de invertir solo el 49 por ciento del capital. Y fue la izquierda que no quiso permitir que las compañías extranjeras invirtieran el 100%.
En la segunda década del 2000, el mercado de las gasolinas igualmente se abrió en forma paulatina para que el gremio patronal de gasolineros se equipara para competir, y no es que esté mal la medida.
Aunque la privatización de Salinas no culminó en competencias de mercado, fue un avance para romper el estatismo y para decrecer al menos en la trayectoria deficitaria de la economía. Si no se hubieran privatizado las paraestatales, los años 1990s hubieran continuado con graves desequilibrios macroeconómicos y México no habría podido levantarse.
La izquierda debe tomar una decisión, o está a favor de los pobres apoyando una economía social de mercado, o en su contra con prácticas monopólicas que no favorecen el acceso universal a los bienes y servicios, comprometiendo más las finanzas públicas como gobierno paternalista que busca clientelas.
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