“LA CORRUPCIÓN ESTÁ DESTRUYENDO A MÉXICO Y, A PESAR DE ELLO, EL SISTEMA NACIONAL ANTICORRUPCIÓN NO AVANZA DEBIDO EN GRAN MEDIDA AL BOICOT AL MISMO POR PARTE DE LOS PODERES EJECUTIVO Y LEGISLATIVO.”
Transparencia Internacional publicó esta semana el Índice de Percepción de la Corrupción para 2017. Como era de esperarse, México salió muy mal evaluado. De 180 países considerados, ocupamos el lugar 135 (un marcado retroceso respecto de la evaluación de los dos años anteriores), con un puntaje de apenas 29/100; un absoluto desastre. La corrupción es un cáncer que carcome a la sociedad, que debilita hasta el punto de derrumbe los cimientos que sostienen el tejido social, una enfermedad que conlleva un muy elevado costo en términos del desarrollo económico, del bienestar familiar. La evidencia internacional es contundente: mayor incidencia de corrupción, menor nivel de desarrollo económico.
Dentro de este fenómeno podemos encontrar varios tipos de corrupción, de diferente naturaleza y diferentes causas, pero todos ellos con un alto costo. Comento cuatro tipos.
Primero, lo que podríamos denominar como corrupción «al menudeo». Aquí entrarían la mordida a un policía, al agente del ministerio público para agilizar o entorpecer una denuncia, los pagos por acceder a un servicio provisto por instituciones principalmente públicas (escuelas, hospitales, pagos por conectarse a la red municipal del sistema de agua o electricidad, al servicio de limpia, impartición de justicia y un largo etcétera). Millones de este tipo de actos que se cometen anualmente y con un impacto directo sobre el bienestar de las familias, afectando relativamente más a las de menores ingresos.
Un segundo tipo es la que se deriva de una regulación excesiva, ineficiente y de aplicación discrecional. En este caso, se genera el incentivo para que la burocracia actúe como buscador de rentas al poder, discrecionalmente, dar, negar o condicionar un permiso o licencia. También se observa la corrupción «inversa»: el empresario que sabe que está violando un reglamento y sabe que si le «caen», lo podrá arreglar con un pago extralegal. En este caso, el mayor costo lo asumen los consumidores que enfrentarán mayores precios y bienes y servicios de menor calidad.
Uno tercero es la desviación de recursos públicos. Empresas fantasmas, moches en el presupuesto público para que los legisladores otorguen contratos a sus amigos y familiares, compra de votos en los procesos electorales y toda la demás parafernalia (el límite para desviar recursos públicos es la imaginación de quienes los ejercen), implica un uso socialmente ineficiente de recursos que le pertenecen a la sociedad (aunque el funcionario asuma que son suyos), con un elevado costo al no ser utilizados para lo que inicialmente fueron etiquetados (educación, salud, programas sociales, etcétera).
Finalmente un cuarto tipo es la que corresponde a los procesos de adquisiciones y de obras públicas. En ambos casos es práctica común el pago a quien administra los recursos públicos para ser el beneficiario de un contrato, ya sea porque el agente privado lo ofrece o el funcionario lo exige. Asignaciones directas o concursos simulados son comunes y en muchas ocasiones son procesos plagados de favoritismos y de conflicto de intereses. El costo obviamente es mayor e ineficiente gasto público, menor calidad de los bienes provistos o de las obras realizadas. Además, esto se traduce en menores flujos de inversión privada, nacional y extranjera, y, en consecuencia, menor crecimiento, empleo y salarios.
La corrupción está destruyendo a México y, a pesar de ello, el Sistema Nacional Anticorrupción no avanza debido en gran medida al boicot al mismo por parte de los poderes ejecutivo y legislativo. No hay fiscal general independiente, ni fiscal anticorrupción, ni magistrados del Tribunal Superior de Justicia Administrativa, ni Auditor Superior de la Federación. La corrupción no se abate por la alta impunidad que impera; apelar a la bondad no es el camino.
*Artículo publicado en El Economista.
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